Calculando minuciosamente cuánta gasolina podría gastar mi anciano Land Rover desde Buenavista hasta la Calle Ocho, sopeso bien la jugada e intento adelantar lo más posible. Como todavía Comcast no me ha cortado la internet, puedo ahorrarme el viaje hasta la sahariana biblioteca del Downtown. Me atarugo temprano en Teresita Market con un cinnamon roll y un café cubano e intento prever qué voy a ver, qué sé de antemano. Apenas conozco la obra de diez u once de los veintiséis artistas que exhiben en el Centro Cultural Español de Douglas Road, en un show llamado “Miami: Ciudad-Metáfora”. El insistente press release, que he borrado ya unas cuantas veces del correo, habla de abanico de interpretaciones, de perfil urbano, de transterritorialidad, de fetiche, de construcción febril, de cercanía del océano, pero la verdad es que nada de eso me dice mucho aún. Metáfora misma, veo en el DRAE, “tropo que consiste en trasladar el sentido recto de las voces a otro figurado, en virtud de una comparación tácita” y también “aplicación de una palabra o de una expresión a un objeto o a un concepto, al cual no denota literalmente, con el fin de sugerir una comparación (con otro objeto o concepto) y facilitar su comprensión” Vaya rollo en el que me he metido sin salir de casa. Al menos eso de “comparación” me da pie para algo. Deja ver si adelanto, que el tiempo es oro (eh, ¡esto es una metáfora!) y tengo que terminar la imitación de Warhol con la que espero pagar el alquiler, que debo hace seis días.
Debo entonces ir consciente de que lo que veré será en sentido figurado (¿dominarán los figurativos, como pasa a menudo con “latinos” o “hispanos”?) y que no veré denotaciones literales sino comparaciones que facilitarán mi comprensión. Ya es algo. Adelanto, sin duda, con el positivista artículo de ayer en “Aplausos”, un suplemento del Jeraldo y me entero de que veré cosas desconocidas, como pintores hondureños o grafiteros cubano-judíos, que deletrean Miami en hebreo o “ilegales” transmisiones de radio (desde el mismo compound de Douglas Road trasmite Radio Mambí dentro de total legalidad). La curiosidad me pica —como el rash del verano. Ardo en itching. Echo diez baritos en el tanque y parto.
Estaciono junto a la pirámide egipcíaca del Martí de Marc Smit, siempre en guardia frente al club de mujeres de Coral Gables y entro a pie por la Puerta de Palmas, apurando el cigarrillo bajo las platabandas del húmedo jardín. Ya se espesa cierta nata social en la angosta puerta. Me deslizo de lado y gano acceso. Casi choco con Ramón Alejandro, oloroso a París (son dos besos) en su impecable pinstripe suit, que platica con Bauta y con Salinas. Hay mucha gente. Sorteo un velocípedo atravesado, visto antes, como dejado en el medio por un eterno niño omnipresente y saludo a un par de elegantes desconocidas.
Ya veo cosas. Siento un aire soviético en el Centro Español. El conjunto de imágenes, de golpe, es de ciudad en construcción, de socialismo urbano esperanzado. Barro por la derecha entre señoras con vasitos. Pintura. Realista, de brocha. John Sánchez y dos pequeños cuadros exquisitos, que Rafa López-Ramos balancea arrinconado al otro extremo del salón, con su modesto paisaje con bandera, lacónico y monumental, norteamericano. Fotos del centro, paisaje intervenido con grúas, aséptico, impecable. Karla Turcios. Fotografía, nuestro arte moderno desde los tiempos de Nicéforo Niepce. Construcción, carros, agua que inunda causeways. Digna casita de lint de aspiradora, como fieltro de Beuys, que sola y chiquitica dice todo. ¿Ya me puedo ir? La gente se ha vuelto una tromba. Se avanza en densidad de conga santiaguera. Logro ver a la vieja guardia, sabia y rápida, sin trámites con sus obras colgantes, como los jardines que chorrean humedad afuera, en los parking lots de Babilonia. Creo que llego al centro de lo que exhibe el Centro y pronto ya podré respirar. El billete (bello billete, santo aquí) de César Trasobares y la Havana de Cuenca, la que no es, son la cosa. Ah, los viejos: la experiencia, la “maldad” del oficio. ¿Ya me voy? Centenares de gente que pasa con vasitos, a pasitos. Me escurro de saludos y obstáculos y veo la metáfora, gigante. Una sanguina de Gustavo de la implosión-demolición de un símbolo histórico, el Everglades Hotel, donde trabajaba mi primera novia del downtown de Miami, echado abajo por la brigada cheguevara de Manny Díaz y sus developers (quizás están aquí, comprando imágenes de la transformación de la materia. Ojalá, para que coma la familia de los que fabrican las “depictions”). Este dibujo grande dice todo. He aquí la metáfora. Demoler es construir. Afuera (por fin logré salir), una concentración mueve los pies, al ritmo de la timba futurista del Spam All Stars.