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| Aporías del Alma Cubana*
Como una cuña metafísica, calzada entre los conceptos de cubanía y cubanidad -tan bien desgrosados por Fernando Ortiz-, la gente de la isla imaginó la resbalosa categoría de cubaneo, a la que parece inútil aproximarse usando cualquier metodología científica, por tratarse más de un estado del espíritu, una atmósfera inasible que sólo parace caber en las construcciones del Arte y las de la Política, que históricamente se las ha apañado para incorporarla desinhibidamente a sus rituales... ae, ae, ae la chambelona.
En la serie Aporías del Alma Cubana incorporo las estrategias visuales recurridas por la Política, el Arte y los Medios Masivos, que intercambian a veces sus respectivos capitales simbólicos, en una especie de travestismo semiótico, para poner en escena una imágen modélica e idealizada de nuestro proyecto de nación que deviene patética al ser contrastada con los componentes reales de nuestro Ser y Conciencia nacionales en sí.
Estas obras recogen diferentes construcciones de sentido que han emblematizado la cubanía y lo cubano a través de la historia: representación de frutas tropicales en la mirada del arte y la poesía criollos de la época colonial; los signos de religiones afrocubanas que hoy son el credo de una parte significativa de la población y su promiscua sincretización con imágenes del panteón católico; todo mezclado con los signos del logos político comunista que terminó banalizando lo patriótico a través de su propaganda gráfica. La mezcla carnavalesca de esos discursos tal vez podría explicar -encarnándolas- las aporías culturales, filosóficas y políticas a que se enfrenta el Alma Cubana hoy, en una tropical ilustración del concepto aristotélico de aporía: igualdad de las conclusiones contrarias.
En el siglo XVIII la oligarquía criolla comienza a tener conciencia de sí misma como un grupo social con intereses diferentes de los metropolitanos. Esta conciencia tuvo expresión cultural a través de la literatura, mayormente en las obras de los poetas Rubalcaba y Zerqueira, quienes tomaron como símbolo diferenciador los atributos de la naturaleza insular (frutas y vegetación): ensalzando la magnificiencia del entorno geográfico se buscaba reafirmar los valores espirituales propios.
En la pintura hubo numerosos reflejos de ese proceso de formación nacional, pero me parece mucho más paradigmática la visión exógena aportada por el español Juan Gil García, quien se aplatanó en nuestra isla en 1899 hasta su muerte en la década del 30 del siglo XX. Gil García desplegó una extensa producción de bodegones que reproducían provocativa y realistamente las frutas tropicales en sus matices y texturas, al grado de casi hacernos sentir también sus fragancias y sabores. Sus naturalezas muertas -especie de versión plástica de la lírica criolla del siglo XVIII- arraigaron rápidamente en el gusto de la pequeña burguesía y después también en la aristocracia y parte del pueblo, llegando a convertirse en una moda.
Todavía a los cubanos las pinturas de frutas nos gustan tanto como el café negro, la ropa blanca, las chancletas, la brujería, las comidas subidas de sal y los jugos subidos de azúcar y, por supuesto, el sexo, la música y el bailoteo. Pero a esas inclinaciones naturales, los cuatro decenios de gobierno totalitario han añadido hábitos-reflejo condicionados pavlovianamente en relación con la patria y lo patriótico, que cumplen la suspuesta función de coraza protectora de nuestra identidad, al definírsela por oposición a lo otro enemigo, coraza construída como un gran collage, pegando sobre el aura de nuestro cuerpo social todo un repertorio de logotipos y señales basados en símbolos patrios, emblemas del folclor y la tradición.
Este santoral patriótico fue instrumentalizado por la lógica política dominante con la intención pedagógico-doctrinaria de reproducir el espíritu revolucionario en la conciencia del pueblo, que a su vez es convertido en otra gran construcción semántica de carácter estratégico, mitad metáfora poética, mitad operación de alta política.
En las representaciones gráficas republicanas la nación era una dama tocada con un gorro frigio que refiere a -para nosotros- exóticos símbolos jacobinos, el pueblo solía encarnar en un personaje ficticio y, de alguna manera, disfuncional, que ventilaba en broma los asuntos más serios de la vida pública (Liborio de Landaluze, El Bobo de Abela, El Loquito de Nuez); en la representación revolucionaria más prominente -también de Nuez- la patria se redujo a un hombre y un enclave geográfico (como también en la canción-himno Cuba qué linda es Cuba, de Eduardo Saborit): El Barbudo, fusil al hombro y flanqueado por una palma real, domina el contexto de la isla.
Por otro lado la revolución generó una visualidad ortopédica que operó básicamente en la esfera de la vida cotidiana (no tanto en la estética de la alta cultura) a través de la propaganda gráfica. La principal función ortopédica de esa iconografía revolucionaria pareció ser la de meter en una estrecha horma ideológica el pie de nuestra conciencia nacional, acostumbrado a la holgura y libertad de la chancleta.
Al parecer, toda esa hibridez es la que ha convertido a nuestra isla en el laboratorio posmoderno que es hoy; una probeta de cristal donde Liborio, El Bobo, El Loquito y El Barbudo juegan al Monopolio ataviados con collares de santería y ropas de segunda mano recicladas por el Primer Mundo, mientras oyen Radio Martí en un receptor de fabricación soviética y flotan en una solución química consistente en 50% de ron Havana Club y 50% de Bacardí -dicen que ese es el caldo de cultivo en que se in-cuba la forma definitiva de nuestra nacionalidad.
Mi uso ecléctico y promiscuo de la naturaleza muerta, el Expresionismo Abstracto, la gráfica política y comercial, los azulejos de sesgo andaluz, y el grafitismo de las anaforuanas abakuá y las firmas de Palo Monte, es una interpretación estética y muy personal del ajiaco cubano. Como un péndulo que oscila entre la representación total y la imposibilidad total de representación; entre la asunción del critero de autoría (sujeto estético) y su disolución en las citas y parodias de los referentes nacionalistas; entre lo Abstracto y lo Concreto (la mentira comprensible que oculta la verdad incomprensible, Kundera); esa abstracción parcialmente pintada con la mano y los dedos, es una metáfora primigenia de identidad, una huella ontológica por exelencia a través de la cual acabo por contaminarme yo mismo con esas Aporías del Alma Cubana que siguen determinando todo lo que soy y no soy en este día de junio del año 2001, en una ciudad más cercana al Polo Norte que al Trópico de Cancer, donde la palabra Liborio sólo sugiere el nombre de algún remoto país africano.
Rafael López Ramos
*La versión original de este texto fue publicada en la Revista LOQUEVENGA, La Habana, Año I No.1, pp. 71-72., bajo el título Los Corredores Aéreos del Alma Cubana.
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